"No sé si exista Dios, pero sería mejor para Su reputación que no."

Jules Renard

Adorar a los aviones – Richard Feynman

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Extracto del libro  ¿Está Ud. de broma, Sr. Feynman? (Surely you are joking Mr. Feynman! Adventures of a Curious character) del premio nobel de física Richard Feynman.

Durante la Edad Media se creía en toda clase de ideas descabelladas, como, por ejemplo, que un trozo de cuerno de rinoceronte tenía el poder de aumentar la potencia sexual. Se descubrió poco después un método para separar las ideas buenas de las malas, que consistía en mirar si funcionaban, y a las que no funcionasen, eliminarlas. Evidentemente, este método acabó convertido en ciencia organizada. Se desarrolló muy bien, y por eso nos encontramos hoy en la era científica. Tan científica es hoy nuestra época, que nos cuesta trabajo comprender cómo pudieron llegar a existir brujos, dado que nada -o muy poco- de lo que ellos proponían podía funcionar de verdad.

Pero incluso hoy me tropiezo con un montón de gente que más pronto o más tarde acaba por llevar la conversación hacia los OVNI, la astrología, o alguna forma de misticismo, o de ampliación del estado de conciencia, o de la percepción extrasensorial, y así a menudo. Y he tenido que llegar a la conclusión de que no estamos en un mundo científico.

Tanta es la gente que cree en cosas maravillosas o sobrenaturales, que me propuse averiguar por qué. Y eso que se ha llamado “mi curiosidad por la investigación” me ha puesto en un brete, porque es tanta la basura, que me siento desbordado y exasperado. Empecé por investigar distintas nociones de misticismo y de experiencia mística. Me he metido largas horas en tanques de aislamiento y he estado mucho tiempo en estado de alucinación, de modo que algo sé sobre el particular. Fui después a Esalen, donde parece estar la cuna de esta clase de pensamiento (el lugar es maravilloso; vale la pena visitarlo). Y allí me vi superado. No me había dado cuenta de hasta dónde llegaban las cosas.

Hay en Esalen unos grandes baños, alimentados por fuentes termales, que manan de una vena situada a unos diez metros por encima del océano. Una de mis experiencias más gratas ha sido la de sentarme en uno de esos baños y contemplar las olas estrellarse contra las rocas del litoral a mis pies, dejar que la mirada se pierda en el claro azul, o estudiar una beldad desnuda que tranquilamente aparece y se instala en el baño conmigo.

En una ocasión tomé asiento en un baño donde estaban sentados ya una joven preciosa y un hombre que no parecía conocerla. Inmediatamente empiezo a pensar: “¡Caramba! ¿Cómo me las voy a apañar para entablar conversación con esta nenita tan mona y tan desnudita?”

Y mientras pienso qué le puedo decir, el tío sentado a su lado le dice: ¡Yo… uh… estudio masaje! ¿Me permitirías practicar contigo?” “¡Claro!”, contesta ella. Salen del baño, y ella se echa en decúbito supino sobre una mesa de masaje que había cerca.

Yo pienso para mis adentros: “¡Vaya entrada más original y más fina! A mí nunca se me hubiera ocurrido nada por el estilo.” El tipo empieza a masajearle el dedo gordo del pie. “Me parece que lo siento -le dice a ella-. Siento una especie de hendidura, ¿es eso la pituitaria?”

Y yo le espeto: “¡Estás a un par de kilómetros de la pituitaria, tío!”

Ambos me miran, horrorizados -acabo de hacer trizas mi excusa para estar allí- y añado: “¡Es reflexología!” Rápidamente cerré los ojos y fingí estar meditando.

El ejemplo que acabo de ponerles no es más que un botón de muestra del tipo de cosas que me exasperan. Eché también un vistazo a la percepción extrasensorial y a los fenómenos Psi. El último grito sobre el asunto era Uri Geller, un hombre a quien se supone capaz de doblar llaves frotándolas con el dedo. Así que a invitación suya fui a visitarle a la habitación de su hotel, para presenciar una exhibición de lectura del pensamiento y ver cómo doblaba las llaves. Geller no consiguió leerme el pensamiento; me imagino que nadie es capaz de leerme el pensamiento. Y mi chico sostuvo una llave mientras Geller la frotaba, sin que ocurriera nada. Entonces nos dijo que las cosas salían mejor debajo del agua; así que imaginaos a nuestro pequeño grupo en el cuarto de baño, con el agua manando del grifo sobre la llave mientras él la frotaba. Tampoco ocurrió nada. No pude pues investigar ese fenómeno.

Pero entonces empecé a considerar, ¿en qué otras cosas estamos creyendo? (Y pensé entonces en los brujos y en lo fácil que hubiera sido desenmascararlos sin más que irse fijando en que ninguno de sus remedios funcionaba de verdad.) Descubrí de este modo cosas en las que todavía cree más gente, como por ejemplo, que tenemos conocimientos sobre el problema de cómo enseñar y educar. Hay grandes escuelas pedagógicas que propugnan determinados métodos de enseñanza de la lectura, o de enseñanza de las matemáticas, y así sucesivamente; pero si uno se fija, observará que las calificaciones de nuestros escolares en lectura siguen disminuyendo -o al menos, no aumentando- a pesar de estar continuamente recurriendo a estas mismas personas para mejorar los métodos. He aquí un remedio de brujo que no funciona. Debería ser examinado a fondo. ¿En qué se fundan para saber que sus métodos deberían funcionar? Otro caso similar es el de cómo tratar a los delincuentes. Es obvio que el método que estamos aplicando no ha conseguido reducir la delincuencia. Teoría hay mucha; progresos, ninguno.

Y no obstante, se dice que tales cosas son científicas. Y las estudiamos. Yo tengo la impresión de que la gente ordinaria, la gente que tiene sentido común, se  siente intimidada por esta pseudociencia. Un maestro o maestra que tenga una buena idea para enseñar a leer a los niños de su clase puede verse en la obligación de hacer las cosas de otro modo a causa del sistema educativo, e incluso puede llevarle indebidamente a la conclusión de que su método no puede ser bueno. Los padres de chicos malos, que se han esforzado de uno y otro modo por corregirlos, pueden acabar sintiéndose culpables el resto de su vida porque lo que hicieron no era lo que según los expertos, deberían haber hecho. Tendríamos por tanto que examinar a fondo las teorías que no funcionan y distinguir la ciencia de lo que no lo es.

Me parece que los estudios psicológicos y pedagógicos que he mencionado sirven de ejemplos de lo que quisiera llamar “cargociencia”. Permítanme que les explique. Hay en los Mares del Sur gentes que adoran a los aviones de carga. Durante la guerra mundial vieron cómo los aviones de transporte aterrizaban en sus islas, cargados de magníficos materiales, y quieren que ahora ocurra otro tanto. Y han preparado pistas de aterrizaje con hogueras señalizadoras a los lados; han construido cabañas de madera que remedan la torre de control, en la que se sienta un hombre -el controlador de vuelo- con unas piezas de madera en la cabeza -los auriculares- y de la que sobresalen largas varas de bambú -las antenas- con la esperanza de atraer otra vez a los aeroplanos. Se están esmerando. La forma es perfecta. Todo tiene el mismo aspecto que tenía antes. Pero no funciona. Los aviones no aterrizan. Por eso he Ilamado “cargociencia” a aquellas cosas: aunque parecen obedecer a todos los preceptos formales de una investigación, están dejando de lado algo sumamente esencial. Porque los aviones no aterrizan.

Ahora, como es obvio, me correspondería diagnosticar lo que falla y decírselo a ustedes. Pero eso me sería tan difícil como explicarles a aquellos polinesios cómo han de organizar las cosas para que su sistema reciba riqueza del exterior. No se trata de cosas sencillas, como la de perfeccionar la forma de sus auriculares. Ahora bien, sí hay un rasgo peculiar de la ciencia cuya ausencia observo por lo general en la cargociencia. Se trata de una idea que todos confiamos hayan adquirido al estudiar ciencias en la escuela. Nunca se dice explícitamente en qué consiste; esperamos más bien que ustedes la capten merced a todos los ejemplos de investigación científica. Así pues, puede ser interesante sacarla a colación aquí y hablar explícitamente de ella. Es una especie de integridad científica, un principio de pensamiento científico que equivale a una especie de probidad a ultranza, algo así como querer refutar lo hecho. Por ejemplo, si estamos realizando un experimento, deberíamos dar cuenta no sólo de lo que nos parece que tiene de correcto, sino de todos los aspectos que a nuestro juicio podrían invalidarlo: otras causas que podrían explicar los resultados obtenidos; cosas que uno piensa han quedado descartadas por otros experimentos, y cómo funcionaron éstos; todo lo que garantice que los demás pueden saber qué es lo que se ha descartado.

Si uno los conoce, deben darse los detalles que pudieran hacer dudar de la interpretación propia. Se debe hacer el máximo esfuerzo para explicar lo que no encaja, o pudiera no encajar. Por ejemplo, si uno elabora una teoría y la da a conocer, o la publica, se deben dar a conocer los hechos relevantes que discrepan de ella, y no sólo los que converjan. Existe además un problema más sutil.Cuando uno ha reunido y ensamblado un montón de ideas y confeccionado con ellas una teoría, al explicar qué cosas encajan en ella es necesario asegurarse de que las cosas que encajan no sean meramente aquellas que nos dieron la idea para la teoría; hace falta además que la teoría recién acuñada haga salir a la luz cosas nuevas.

En resumen, la idea consiste en esforzarse en dar la totalidad de la información para que los demás puedan juzgar con facilidad el valor de la aportación, y no en dar solamente información que oriente el juicio en una u otra dirección.

La forma más sencilla de explicar esta idea puede ser echar mano de la publicidad comercial. La noche pasada oí un anuncio que afirmaba que el aceite Wesson no empapa los alimentos. Bueno, eso es cierto.

No es una afirmación deshonesta; pero no basta esa forma de honestidad. No, la cuestión es una cuestión de integridad científica, algo que está muy a otro nivel. El hecho que habría que haber añadido es que ningún aceite se embebe en los alimentos si se opera a cierta temperatura. En cambio, si se opera a otra, todos se embeben, incluido el aceite Wesson. Así pues, la información que el anuncio comunica no es el hecho, sino una consecuencia intencionada, aunque cierta. Y es de la diferencia entre unos y otros de lo que hemos de tratar.

Hemos aprendido por experiencia que la verdad acaba por salir a la luz. Otros experimentadores repetirán los experimentos y averiguarán si estábamos en lo cierto o no. Los fenómenos naturales serán concordantes o serán discordantes con nuestras teorías. Y aunque uno pueda alcanzar temporalmente cierta fama, no se llega a adquirir una buena reputación de científico si no se esfuerza uno en ser muy cuidadoso en este tipo de trabajo. Y es este tipo de integridad, este tipo de cuidado en no engañarse a sí mismo, lo que se echa muy en falta en muchas de las investigaciones de la cargociencia.

Gran parte de las dificultades con que tropiezan residen, desde luego, en la dificultad de la materia que estudian, y en la imposibilidad de aplicar en ellas el método científico. Sin embargo, vale la pena destacar que no es ésta la única dificultad. La dificultad estriba en por qué no aterrizan los aviones. Porque no aterrizan.

Por experiencia, hemos aprendido muchísimo acerca de cómo ir eliminando algunas de las formas que tenemos de engañarnos a nosotros mismos. Veamos un ejemplo. Millikan midió la carga del electrón mediante un experimento de caída de gotitas de aceite y obtuvo un valor que hoy sabemos no era totalmente correcto. Se aparta un poquito del verdadero, porque el valor de la viscosidad del aire era incorrecto. Resulta interesante examinar la historia de las mediciones de la carga del electrón posteriores a la de Millikan. Si uno va representándolas gráficamente en función del tiempo, se observa que cada una es algo mayor que la de Millikan, y la siguiente, un poquito mayor que ésta, y la siguiente, un poquito mayor todavía, hasta que finalmente se estabilizan en un valor más alto que el primitivo.

¿Por qué no se descubrió inmediatamente que el valor correcto era superior al de Millikan? Es una cuestión que avergüenza a los científicos -hablo de la historia ésta – porque salta a la vista que la gente hizo cosas como las que voy a explicar: cuando obtenían un valor que estaba demasiado por encima del de Millikan, pensaban que habían cometido algún error, y buscaban hasta dar con algo que les parecía que pudiera estar mal. En cambio, cuando obtenían un valor más cercano al de Millikan, no examinaban los resultados con tanta minuciosidad. De este modo fueron eliminando los valores que se desviaban demasiado y otras cosas por el estilo. Hoy ya nos sabemos estos trucos y no padecemos ese tipo de enfermedad.

Pero esta larga historia de aprender a no engañarnos a nosotros mismos -de integridad científica a ultranza- es algo que, siento decirlo, no hemos incluido específicamente en ningún curso concreto del que yo tenga noticia. Nos limitamos a confiar en que sea adquirida por ósmosis.

El primer principio es que uno no debe engañarse a sí mismo -y uno mismo es la persona más fácil de engañar. Es preciso, pues, tener en esto el máximo cuidado. Una vez que uno no se ha engañado a sí mismo, no engañar a los demás científicos es una cosa fácil. A partir de ahí basta ser honesto de la forma convencional.

Quisiera añadir algo que no es esencial para la ciencia, pero de lo que yo sí estoy convencido, y es que no se debe engañar a los legos cuando uno habla como científico. No estoy tratando de decirles si deben o no engañar a sus esposas, o dársela con queso a sus amigas, ni pretendo decirles nada de lo que han de hacer cuando en lugar de actuar como científicos hayan de actuar como seres humanos corrientes. Dejaré esos problemas para ustedes y sus rabinos. De lo que estoy hablando es de un tipo específico de integridad, una integridad de tipo extra, que no consiste en no mentir, sino en mostrar en qué puede uno estar equivocado, que es la actitud que como científico uno debería tener. Y esta es nuestra responsabilidad como científicos, responsabilidad que sin duda alguna tenemos para con los otros científicos, y me parece a mí que también, como científicos, con los legos en nuestra materia. Por ejemplo, quedé un poco sorprendido al conversar con un amigo que iba a hablar por la radio. Esta persona trabaja en astronomía y cosmología, y se estaba preguntando cómo podría explicar cuáles eran las aplicaciones prácticas de su trabajo. “Bueno –le dije–, no hay ninguna. El me dijo: “Sí, pero entonces no nos darán fondos para más investigaciones de esta clase.” Considero que eso es una especie de falta de honradez. Si uno está actuando como científico, debe explicarle a los legos lo que uno está haciendo, y si vistas las circunstancias éstos no quieren seguir apoyándole a uno en su trabajo, es decisión que les compete a ellos.

Un ejemplo del principio es éste: si uno está decidido a verificar una teoría, o si se desea explicar una cierta idea, en todos los casos debería publicarla, sea cual fuera la forma en que resulte. Si solamente publicamos resultados de un cierto tipo, podemos hacer que los argumentos suenen bien. No, es preciso publicar ambos tipos de resultados.

Mantengo que esta actitud es sumamente importante en ciertos tipos de asesoramiento del gobierno. Imaginemos que un senador nos pidiera consejo sobre si debe o no perforarse un agujero en este estado, y uno llegase a la conclusión de que sería mejor hacerlo en otro. Si tal resultado no se publicase, no me parecería que estuviésemos dando asesoramiento científico. Estaríamos siendo utilizados. Si nuestra respuesta va en la dirección que le gusta al gobierno o a los políticos, la utilizarán como argumento en su favor; si resulta ir en sentido contrario, no serán ellos quienes le den publicidad. Eso no es dar asesoramiento científico.

Hay otros tipos de errores que son más característicos del trabajo científico chapucero. Cuando estaba en Cornell hablaba mucho con la gente del departamento de psicología. Una de las estudiantes me dijo que quería hacer un experimento que era más o menos así: otros habían descubierto que en ciertas circunstancias, X, las ratas hacían algo, A. Ella quería averiguar si al cambiar las circunstancias a Y, las ratas seguirían haciendo A. Así pues, ella proponía realizar el experimento en las circunstancias Y, y ver si las ratas seguían haciendo A. Le expliqué que primero era necesario repetir en su laboratorio el experimento del otro investigador, es decir, hacerlo en las circunstancias X, para ver si nuevamente obtenía el resultado A, y después cambiarlas a Y, y ver si A cambiaba. De este modo ella podría saber que la diferencia autentica sería el elemento que ella creía tener bajo control.

A la chica le encantó la idea, y fue a ver a su profesor. Y su profesor le dijo que no; no puedes hacer eso, porque eso lo habían hecho ya y sería perder el tiempo. Esta anécdota ocurría allá por 1947 y parece que por entonces era política general no tratar de repetir experimentos psicológicos, sino solamente cambiar las condiciones y ver qué sucedía.

En nuestros días existe no poco riesgo de que ocurra lo mismo, incluso en el famoso campo de la física. Quedé horrorizado al saber de un determinado experimento realizado en el gran acelerador del National Accelerator Laboratory (NAL), en el que una persona utilizó deuterio. Para poder comparar sus resultados, realizados con hidrógeno pesado, con los que se podrían obtener al manejar hidrógeno ligero tuvo que utilizar los datos de un experimento realizado por otra persona con hidrógeno ligero y con un aparato distinto. Al preguntársele por qué, explicó que no pudo lograr que se le concediese tiempo en el programa de uso del aparato para repetir el experimento con hidrógeno ligero (porque el tiempo disponible era muy escaso y el aparato enormemente caro) ya que era de esperar que de él no saliera ningún resultado nuevo. Resulta así que los encargados de los programas de trabajo en el NAL están tan ansiosos de obtener nuevos resultados, al objeto de lograr fondos para seguir haciendo funcionar la cosa con fines de relaciones públicas, que están destruyendo –posiblemente– el valor de los propios experimentos, que son la verdadera finalidad de todo aquello. Con mucha frecuencia, a los experimentadores de allí les resulta difícil llevar a cabo su trabajo en concordancia con lo que su integridad científica exige.

No todos los experimentos de psicología son de este tipo, sin embargo. Por ejemplo, se han efectuado con ratas muchos experimentos de recorrido de laberintos y cosas por el estilo que no han arrojado resultados claros. Pero en 1937, un investigador llamado Young llevó a cabo un experimento muy interesante. Había montado un largo pasillo con una serie de puertas a ambos lados; las ratas salían por una de las puertas de un lado y la comida estaba detrás de una de las puertas del otro. Young quería ver si era capaz de entrenar a las ratas a que entraran en la tercera puerta contando desde el fondo, cualquiera que fuera la puerta desde la que las soltara. No. Las ratas se dirigían inmediatamente a la puerta donde había estado la comida la vez anterior.

La cuestión era cómo podían saber las ratas dónde estuvo antes la comida, porque el corredor había sido construido con toda pulcritud, y era perfectamente uniforme, así que ¿cómo reconocían que una puerta era la misma de antes? Evidentemente, la puerta tenía algo de especial que la diferenciaba de las demás. Para empezar pintó las puertas muy cuidadosamente, asegurándose de que las texturas de la cara externa de las puertas fueran exactamente igual en todas. Sin embargo, las ratas seguían distinguiéndolas. Entonces pensó que tal vez las ratas olfatearan el olor de la comida, por lo que utilizó productos químicos para cambiar el olor después de cada carrera. Las ratas aún sabían reconocer la puerta. Entonces se le ocurrió que quizá las ratas pudieran distinguirla fijándose en las luces y la disposición del laboratorio, lo mismo que haría una persona con sentido común. Pero aunque cubrió el corredor, las ratas seguían siendo capaces de diferenciar las puertas.

Finalmente pensó que las ratas podían averiguar qué puerta era por el sonido del piso al correr sobre él. La única forma de poder evitarlo fue cubrir el corredor de arena. De esta forma, Young fue eliminado una tras otra todas las posibles pistas y pudo por fin engañar a las ratas y hacerlas entrar por la tercera puerta. En cuanto relajaba algunas de las condiciones, las ratas eran capaces de distinguir unas puertas de otras.

Ahora bien, desde el punto de vista científico, este experimento merece una calificación de sobresaliente cum laude. Es precisamente el experimento que sirve de fundamento a todos los experimentos de ratas en laberintos, porque saca a la luz de qué indicios se vale realmente la rata, no los que uno piensa que podría estar utilizando. Y es el experimento que dice exactamente qué condiciones es preciso utilizar para poder ser lo suficientemente cuidadoso y poder controlar todo en los experimentos de esa naturaleza.

Estuve consultando los desarrollos ulteriores de este experimento. Ni el siguiente experimento ni el siguiente mencionaron para nada a Young. No tuvieron en cuenta ninguno de sus criterios, ni montaron el corredor en arena, ni fueron muy cuidadosos. Se dedicaron a hacer correr las ratas a la manera de siempre, sin prestar la menor atención a los grandes descubrimientos de Young. Tampoco se hace mención de sus artículos, porque no descubrió nada sobre las ratas. En realidad, Young descubrió todo cuanto había que descubrir sobre las ratas. Ahora bien, una de las características de la ‘cargociencia’ es la de no prestar atención a experimentos como éste.

Tenemos otro ejemplo de los experimentos de percepción extrasensorial (PES) realizados por Rhine y por otras personas. Conforme han ido criticándolos diversas personas -y ellos mismos habían hecho críticas de sus propios experimentos- han ido mejorando las técnicas, con lo que los efectos van haciéndose gradualmente menores, y más pequeños, y más pequeños, hasta que al final desaparecen. Todos los parapsicólogos están buscando un experimento que sea reproducible, es decir, que al volver a disponer una determinada situación se vuelva a presentar el mismo efecto, incluso aunque no sea más que estadísticamente reproductible. Echan a correr un millón de ratas –perdón, ahora se trata de personas-, hacen un montón de cosas y obtienen un efecto estadístico. La siguiente vez que vuelven a probar, ya no lo obtienen. Y ahora nos encontramos con un hombre que dice que la reproductibilidad del experimento es irrelevante. ¿Esto es ciencia?

Este mismo hombre habló también de una nueva institución, durante una conferencia en la que presentó su dimisión como director del Instituto de Parapsicología. Y al explicar al auditorio qué había que hacer a continuación, va y dice que una de las cosas precisas era estar seguro de preparar solamente a estudiantes que hubieran demostrado su capacidad para lograr resultados PSI en medida aceptable, y no malgastar tiempo con estudiantes ambiciosos e interesados que solamente logran resultados aleatorios. Resulta muy peligroso practicar semejante política educativa, a saber, enseñar solamente a los estudiantes cómo lograr ciertos resultados, en lugar de enseñarles a realizar experimentos con integridad científica.

Así pues, solamente les deseo a ustedes una cosa: la feliz suerte de encontrarse en algún lugar donde tengan ustedes libertad para mantener la clase de integridad que he descrito; un lugar donde no se vean obligados a perder su integridad científica para mantener su posición en la organización, o lograr respaldo financiero, o lo que sea. Que tengan ustedes esa libertad. Así sea.

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